No tienen ojos y hace mucho que no les llega la luz ni la caricia del viento. Arrastran los pies en un pesado y monótono ir y venir por los húmedos pasillos del laberinto que se extiende frente a ellos y que parece no tener fin. Caminan en círculos sin descanso y su destino es el mismo punto que los vio partir. Es una rutina que se repite una y otra vez, sin descanso. Se mueven al unísono al compás de los designios de su cruel destino. Se oyen gemidos y algunos caen al suelo, exhaustos por el esfuerzo. Pero la manada no se detiene. Sigue su rumbo, su eterna condena hacia ninguna parte. El calor los asfixia y el sudor baña sus cuerpos desnudos. Apenas si se distingue dónde comienza este rebaño prisionero de la asfixia. Son miles y miles en un eterno vaivén de miseria. Carecen de conciencia y es difícil saber si alguna vez la tuvieron. Aunque no importa. Quizás así sea mejor. A veces es cruel saber. Es cruel poder ver. Es cruel enterarse. Quien no sabe, ni ve, ni se entera, es ajeno al otro lado. Quien es ajeno al otro lado, vive en su mundo sin cuestionárselo. No se plantea qué hay más allá. No se pregunta si está bien o está mal. No tiene punto de comparación. Lleva su existencia y punto. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. El mismo ciclo. Una y otra vez la misma historia. Los mismos pasillos. Las mismas paredes frías de esta prisión retorcida llena de ratas. Y no hay adónde correr. No hay adónde escapar. Los muros son tan altos que sería imposible intentar escalarlos. Las paredes llenas de podredumbre son un obstáculo insalvable.
Y él en medio del rebaño. Se sabe ajeno. Se sabe distinto. Tiene ojos y ha visto el otro lado. Y quiere escapar. Quiere correr. Saltar los muros de la prisión. Hace mucho que vio la luz y quiere volver a ella. Camina y camina buscando una salida. La fuerza lo abandona. La esperanza se le apaga. Pero sigue en pie. Y busca. Se enciende una tenue chispa a los lejos y quiere apurar el paso. Alcanzarla. Pero la manada lleva su ritmo y son muchos los obstáculos. Extiende los brazos en un inútil esfuerzo por alcanzarla. Quizás mañana. No quiere ver. No quiere saber. Quiere olvidar el otro lado. Quiere ser como los demás. Cierra los ojos e intenta satisfacerse con la asfixia y la locura. Quiere perder la conciencia y esperar la muerte. ¿Por qué tuvo que ver el otro lado? Es una cruel charada. Saber que hay una luz más allá de la miseria y sin poder llegar a ella. Prefiere la ceguera. Extiende sus manos y presiona las cuencas de sus ojos. La sangre corre por sus manos. El dolor lo enloquece. Arranca los culpables de su tristeza. No quiere ver. Olvidar. No recordar. Olvidar. Olvidar…
Y él en medio del rebaño. Se sabe ajeno. Se sabe distinto. Tiene ojos y ha visto el otro lado. Y quiere escapar. Quiere correr. Saltar los muros de la prisión. Hace mucho que vio la luz y quiere volver a ella. Camina y camina buscando una salida. La fuerza lo abandona. La esperanza se le apaga. Pero sigue en pie. Y busca. Se enciende una tenue chispa a los lejos y quiere apurar el paso. Alcanzarla. Pero la manada lleva su ritmo y son muchos los obstáculos. Extiende los brazos en un inútil esfuerzo por alcanzarla. Quizás mañana. No quiere ver. No quiere saber. Quiere olvidar el otro lado. Quiere ser como los demás. Cierra los ojos e intenta satisfacerse con la asfixia y la locura. Quiere perder la conciencia y esperar la muerte. ¿Por qué tuvo que ver el otro lado? Es una cruel charada. Saber que hay una luz más allá de la miseria y sin poder llegar a ella. Prefiere la ceguera. Extiende sus manos y presiona las cuencas de sus ojos. La sangre corre por sus manos. El dolor lo enloquece. Arranca los culpables de su tristeza. No quiere ver. Olvidar. No recordar. Olvidar. Olvidar…
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