Amo el metal. Tan sencillo como eso. Había imaginado dar una larga explicación de porqué me gusta lo que muchos califican, injustamente, de ruido sin sentido. Pero veo que eso sería inútil. Es decir, intentar explicar el porqué de un gusto tan fuerte y apasionado sería un ejercicio de futilidad.
Ésa es la música que me mueve. Y punto. No hay más argumentos.
Todos los que como yo aman la música, en cualquiera de sus formas, saben lo que significa escuchar los compases que te hacen sentir vivo.
Antes, pero me refiero a hace muchísimos siglos, tenía una actitud medio clasista y racista con la música. No quiero entrar en detalles, pero detestaba, por razones totalmente ilógicas, cualquier estilo musical que tuviera algo que ver con la salsa y el merengue. Pero el tiempo no pasa en vano, y he moderado mi actitud. Ahora no sólo no critico, sino que respeto. Que cada quien disfrute con lo que le guste. Hoy creo, y sé, que un salsero puede disfrutar, y tiene todo su derecho, de Willie Colón, como yo de Sepultura o Cannibal Corpse.
Pero quiero hablar de mis primeros pasos en el metal.
Me remonto a 1988. Creo que en ese momento llegó por primera vez a mis oídos el rock como tal. Sabía que existía algo llamado así, pero no tenía ni la más mínima idea de qué era. En esa época tenía 12, y escuchaba lo que sonaba en la radio. Eran los tiempos del 1 x 1; si no me equivoco, había una disposición legal o algo así que obligaba a las emisoras a poner una canción extranjera y otra nacional. Entonces lo mío era Mecano, Hombres G, Karina, Ilan Chester, y cualquier cantidad de canciones de pop de los 80. Vaya... hay que ver que las cosas han cambiado.
Un buen día llega al colegio un tipo, ni idea de dónde salió ni a quién representaba, con una exposición/conferencia que presentó a todo el San Agustín del Paraíso sobre los mensajes subliminales del rock. Evidentemente, y ahora que lo veo en retrospectiva, me imagino que habrá sido alguna especie de evangélico o algo por el estilo. Lo digo porque era el inquisidor del siglo XX. Pero bueno, lo cierto es que en esa conferencia oí hablar de Queen, Pink Floyd, Led Zeppelin, etc. Y los oí. No fue que me interesaran mucho, o mejor dicho, para nada. Pero la semilla estaba ahí. Algo se movió dentro de mí al escuchar el Smoke on the Water de Deep Purple y el Now I´m here de Queen.
Pasó el tiempo y yo seguía sumergido en un mundo de pop. Pop para acá, pop para allá.
Mis mejores amigos en esos días (1991), unos panas llamados Adrían Tuesta y Jonathan Kotowsky, y perdón Jonathan si escribí más tu apellido, eran en cierto sentido, musical me refiero, de lo más fumados. Recuerdo que escuchaban full full Queen, The Beatles, Red Hot Chilli Peppers. De tanto ir a su casa terminé contagiándome con el virus inevitable de los Beatles. Y, a decir verdad, ése fue el inicio de todo. Atrás quedó el pop. Y llegó el rock. Claro, el de los 60. Pero rock igual.
Mi Beatlemanía rayó en la locura y sólo oía y pensaba en los 4 de Liverpool. Aquello era puro She loves you yeyeyé, Ticket to Ride, St. Pepper, y un interminable etc.
Para mí el resto del mundo musical había dejado de existir. Estaba atrapado, por gusto claro, en la música de los Beatles. Temporalmente habitaba en los 60. Y corría 1992 o algo así.
Hasta imaginé que más nunca oiría más nada que no fueran los Beatles.
Pero todo cambió un buen día de 1992, finales de ese anno domini.
Había ido a casa de Adrián y revisando sus CDs, que casi nadie tenía en esa época, encontré una cosa rarísima llamada Metallica. Era un disco negro. O sea, cero portada. Negro por adelante, negro por atrás. Había una culebrita pintada en la contraportada, pero apenas si se distinguía. Y yo ni puta idea de qué era aquello.
Tenía también otro disco, doble, que decía en la portada con letras grandes IRON MAIDEN. LIVE AT DONINGTON. Ni puta idea de qué iba aquello. Así que lo dejé a un lado y volví a quedarme viendo el dichoso disquito negro. Algo me llamaba la atención. Recuerdo que era una sensación de curiosidad inevitable. Sé que suena a cuento malo, pero así es. Algo había ahí que yo tenía que escuchar.
Y abrí la caja de Pandora.
Le pedí a Adrián que me grabara algo de ese disco y, hahaha... hay que ver cómo han pasado el tiempo, me grabó algunas en un cassette de cromo. Uyyy... se me cayó la cédula con eso.
Metí el cassette en mi bolso y me olvidé del asunto.
Esa noche, al llegar a mi casa, recuerdo que me monté los audífonos del Walkman, se me volvió a caer la cédula, y prendí el dichoso cassette.
Me quedé mudo. Hipnotizado. Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Embelesado.
No entendía nada de lo que oía. Mi cerebro no concebía que eso que oía fuera posible. Tenía cara de no sospechar que semejantes sonidos pudieran salir de una guitarra y un bajo. O de una batería.
Aquel ruido se me metió por las venas y ahí se instaló para siempre.
Oía la dichosa canción una y otra vez. Y mientras más la oía, más entendía. Más me gustaba. Más me atrapaba aquel infierno musical ajeno a mí hasta ese momento.
Acababa de conocer el Sad But True de Metallica. Y ese día empezó todo.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario